La noche en la que Superman lloró
Ni siquiera tuvo que ver el reloj. Lo
sabía. Solo metió la mano entre su número y su uniforme, sacó la
fotografía que llevaba guardada y cayó, no extenuado, sino
abrumadoramente emocionado. Su vida lo había acostumbrado a caer
estrepitosamente, pero siempre encontró la manera de levantarse.
No pudo competir por el país en el que
nació. En 1999 quiso clasificar a los mundiales de Sevilla, pero no dio
la marca exigida por Estados Unidos. Decidió representar a la tierra de
sus padres, un lugar en el que nunca había estado y del que se volvería
el máximo ídolo.
Cuando ganó el oro en Atenas 2004, no
existía un mejor calificativo que describiera su condición que
“Superman”. El tatuaje en su brazo derecho lo ilustraba muy bien.
Los dos campeonatos del mundo, el oro
olímpico y las 43 victorias consecutivas lo pintaban mejor. Pero de
pronto perdió lo “súper” y volvió a ser humano. Las lesiones quebraban
su cuerpo, pero sobre todo su mente. En 2007 volvió. Fue plata en el
campeonato del mundo y dijo: “Superman está de regreso y lo verán en
Beijing.”
Ya en los Olímpicos del 2008, la mañana
antes del primer heat eliminatorio de los 400 metros con vallas,
recibió una llamada que le informaba que su abuela, la persona a la que
más quería y quien le había inspirado, había muerto.
Con lo que quedaba de él, salió a
competir e hizo su peor tiempo en 7 años y ni siquiera llegó a la
semifinal. A partir de ahí solo sumó decepciones y lesiones, incluso más
de una vez escuchó a modo de sugerencia la palabra “retiro”.
En los Centroamericanos del 2010 ni
siquiera alcanzó el podio. Con 33 años de edad, lesiones, derrotas. El
fin era inminente. El único que no lo pensaba así, era él.
Con más fuerza de voluntad que física
siguió entrenando, fue al mundial de Daegu y llegó a la meta sólo 39
centésimas más tarde que el campeón. Los Panamericanos de Guadalajara le
dirían qué quedaba en el tanque. Medalla o retiro.
En la meta extendió su cuerpo a un
límite tan increíble que su cuerpo no resistió, su hombro se zafó, pero
había valido la pena. Medalla de bronce y la carrera siguió, a toda
velocidad.
De rodillas sobre el tartán en el
Estadio Olímpico de Londres se inclinó para besar la foto en la que
abrazaba a su abuela, se había escrito su nombre en los zapatos. Se
levantó como se había acostumbrado a hacerlo, victorioso, y se volvió a
guardar la foto entre su número y su uniforme.
Superman estaba de regreso en lo más
alto del podio y ahí, mientras recibía su segunda medalla de oro
olímpica, lo recordó todo.
Recordó el “no” de los Estados Unidos,
recordó las 43 victorias consecutivas, el oro de Atenas; recordó también
la lesión de Bruselas, el retiro forzado, el regreso en Osaka, la
decepción de Beijing, la humillación en Mayagüez, el hombro roto en
Guadalajara.
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