jueves, 10 de julio de 2014

Argentina se metió en la final de la Copa del Mundo luego de 24 años. Un día histórico para el país. El análisis del partido.

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Está de amarillo de la cabeza a los pies. Se lo ve enorme, tremendo. Se para frente al punto del penal y el arco parece de fútbol 5. Señala a la tribuna mientras se golpea el pecho porque atajó dos penales y Argentina jugará otra vez la final de la Copa del Mundo. Romero no quiere irse de Itaquera. La voz del estadio anuncia que fue elegido “jugador del partido”. No escucha porque todos lo abrazan, estiran las manos al cielo para acariciarle la nuca. La épica del fútbol, como toda épica, se nutre de héroes, y la Selección tuvo uno. ¿Tenemos arquero para ganar el Mundial? Sí.

Fue a rematar el 2, Vlaar. Tiró hacia la izquierda, cerca del medio, y Romero bloqueó la pelota. Ahí empezó a caer el telón, porque Messi fue Messi por un ratito y la acomodó lejos de Cillessen. Robben la aseguró abajo y Garay casi rompe la red. Entonces es el turno de Sneijder, el exquisito Sneijder, y Romero vuela a la derecha. Punto final, estampado por Agüero y por Maxi. 4 a 2 después de un 0 a 0 tenso y la Selección definirá la Copa en el Maracaná el domingo. En un parpadeo los brasileños han recibido otra golpazo y se esfuman de Itaquera. Gigantesco, como Romero, el estadio es carne del canto albiceleste.

Son días históricos para el futbol nacional los que corren, esos que se viven a toda velocidad y se analizan cuando el tiempo da un respiro. Todo es urgente, menos las ganas de Romero de irse al vestuario. En el césped sólo queda él, reporteado por la televisión y buscando en todo momento a su familia entre la multitud. Malditos penales en Alemania 2006, benditos en Francia 1998 y en Italia 1990. Así se va esculpiendo el devenir de un país futbolero. La de esta noche en San Pablo fue de las buenas.

Hay un abrazo especial. Lo sostienen Romero y Mascherano. No hay adjetivos que le calcen a Mascherano, el caudillo positivo. Por esas venas corre sangre limpia y genuina. Le sobra, así que la riega en el pasto. Mascherano planea sobre los rivales y se lanza en picada para frustrarlos. Y si no que le pregunten a Robben, que se relamía en el área cuando Mascherano salió de ninguna parte y barrió abajo para evitar el gol. El mejor jugador de los 120’ fue Mascherano, con y sin la pelota. El líder de la Selección.

Si no hubiera estado Argentina en la cancha, sin la tensión que electrificó a 40 millones de hinchas, la semifinal se habría visto de otra manera. Los neutrales saben que fue un duelo tan esquematizado, fueron tantas las precauciones tomadas, que resultó monótono y por, momentos, mal jugado. A Messi y a Robben los rodearon dobles y triples marcas. Los campos permanecieron minados en las cercanías de las áreas y prácticamente no se generaron situaciones de peligro. Los de afuera se aburrieron, pero los de afuera son de palo.

Argentina hizo muy bien todo lo que debía para no perder. Sólido y concentrando, el equipo no ofreció resquicios. Se amuralló con inteligencia. Le faltaron recursos para ganar. Sabella edificó su dique de contención y dejó a las duplas Messi-Higuaín y Messi-Agüero libradas a la inspiración. Poco para conmover a Holanda, suficiente para mantener el cero. ¿Saldrá un partido similar contra Alemania?

Basta de futurología. Es el momento de darles espacio a esas estiradas de Romero que abrieron la puerta de una final después de 24 años. De aplaudir a Mascherano hasta que las palmas quedan despellejadas. Estamos tan desacostumbrados a celebrar en estas instancias que el corazón pide ese guiño que la razón suele negarle. Fue en San Pablo, un 9 de julio, cuando la escalera quedó firme y todos subieron con la ilusión en el grito. Queda ese peldaño, tan cercano y a la vez terrible, para que esta fiesta sea absolutamente completa

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